El periodista Alfredo Carlos Dighiero recuerda a Pintín Castellanos, segunda parte

Dirección: Dra. María Magdalena Dighiero
Remasterización: Horacio Malnero

27.07.2025 | tiempo de lectura: < 1 minuto

En una casa modesta de Montevideo, allá por los años veinte, un joven llamado José Castellanos pasaba horas frente al piano. No venía de una familia rica, ni tenía grandes padrinos en el mundo del tango, pero sí tenía algo que no se enseñaba: oído, pasión y ritmo en los dedos. Los vecinos, al escucharlo tocar, empezaron a llamarlo Pintín, vaya uno a saber por qué, y con ese apodo quedó para siempre.

Pintín no tardó en hacerse un nombre entre los músicos del barrio. Tocaba en cafés, en radios, en orquestas típicas. Era un pianista distinto: no buscaba lucirse, buscaba que todo sonara mejor. Por eso también se volvió un gran arreglador, ese arte invisible de poner cada instrumento en su lugar justo.

Una noche cualquiera, como nacen las cosas grandes sin anuncio, compuso una milonga instrumental con filo de cuchillo. La llamó La puñalada. No tenía letra, no la necesitaba. Bastaban esos acordes punzantes, ese ritmo de duelo criollo, para contar una historia sin palabras. La tocó una vez, y ya era inmortal.

Con el tiempo, La puñalada cruzó orillas, generaciones, estilos. La tocaron orquestas de tango, de jazz, de música popular. Pintín, siempre humilde, no hizo alarde. Él seguía en Montevideo, acompañando cantores, escribiendo arreglos, viviendo como quien sabe que lo esencial no necesita brillos.

Murió en 1983. No dejó grandes discursos ni monumentos. Dejó música. Y con eso basta.

Textos: Alfredo Carlos Dighiero

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